Siestario

Alguien, alguna vez, soñó con tener una casita en el cielo de Buenos Aires y plantarle cara a la Ciudad de la Furia, “la ciudad que nunca duerme”. Soñó tanto que convirtió su anhelo en una realidad. ¿Para qué? Para seguir soñando. Literal.

Sucedió en 1927. Y fue Rafael Díaz, un inmigrante español, quien construyó un chalet -de estilo marplatense- en el mismísimo techo de su mueblería de 9 pisos, ubicada sobre la calle Sarmiento y a pocos metros del obelisco porteño, que sería erigido nueve años después.

No se trató de un mero capricho. Aquella extravagancia arquitectónica encarnaba el tributo a una costumbre ancestral y silenciosa. La musa inspiradora detrás de esa creación fue nada más ni nada menos que la siesta. Rafael generó su propio refugio en las alturas para poder tener un momento de descanso, después del almuerzo, y en medio de su ajetreada jornada laboral.

La siesta. Un acto sagrado. Una tradición bien argentina. Un ritual valorado desde Ushuaia hasta la Quiaca. Un emblema nacional que no distingue edad ni clase social, y al que algunos lamentan postergar y rendirle homenaje sólo el fin de semana. Un momento del día impulsado por el deseo de quien necesita hacerse una pausa reparadora. Detener el tiempo. “Tirarse un rato”, quince minutos, treinta, una hora. Recargar energías. Cerrar los ojos y soñar. Soñar con tener una casita en las nubes.

Canción recomendada: “Anoche soñé contigo”, Kevin Johansen.
“Qué lindo que es soñar…
Y no te cuesta nada más que tiempo”

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